Había una vez una chica llamada Romina. Su familia era muy pobre y un día decidió ir a buscar comida.
Cerca de allí había un castillo que pertenecía a un rey llamado Jesús. Su hijo Alberto era muy agraciado y todas las chicas del pueblo suspiraban por él. Pero él ya estaba comprometido con una duquesa muy hermosa llamada Celia.
Como en el castillo andaban faltos de personal, Jesús ofreció un puesto de criada a Romina y esta, muy contenta, aceptó. Era el trabajo perfecto porque ,desde su posición, podría contemplar al bello príncipe.
Todos los días veía a Alberto y Celia, felices por los pasillos del castillo, hasta que, un día Romina, mientras estaba limpiando las habitaciones, oyó una gran discusión entre ellos acerca de un conde. La pelea fue subiendo de tono hasta que Celia dejó a Alberto.
El príncipe estaba muy triste, y su humor cambió. Sólo Romina lo apoyó en cada momento y le ayudó a pasar el mal trago.
Nadie sabe aún como, pero el apuesto príncipe se enamoró poco a poco de la criada.
Pasado un tiempo Alberto le ofreció a Romina un paseo por el laberinto del castillo.
Allí, la llevó hasta un lugar que sólo él conocía. En aquel escondite, Alberto le declaró su amor y le pidió que saliese con él. Romina, incapaz de articular una sola palabra, se fue corriendo a limpiar las 40 habitaciones del castillo. Alberto no sabía qué pensar. Al regresar al castillo se encontró con Celia, que había vuelto para recuperar su amor.
Romina estaba muy triste porque Alberto y Celia se habían reconciliado y ya ni siquiera la miraba. Pero el príncipe, que seguía pensando en Romina, se fue dando cuenta de que Celia solo estaba con él para fastidiar al conde que la había abandonado.
Romina no podía aguantar ver como Celia le hacia daño a Alberto, renunció a su trabajo porque no podía resistir aquello.
Alberto, cuando se enteró, salió en su búsqueda, pero no la encontraba por ningún sitio, estaba lloviendo y Alberto sabía que no podía estar muy lejos. Al llegar la noche Alberto ya se daba por vencido y estaba pensando en volver a casa. Cuando se estaba aproximando al castillo, escuchó unos llantos que procedían de un cobertizo.
Se acercó y allí estaba ella, llorando. Él intentaba explicarle lo que había sucedido pero ella no le escuchaba. Romina se quería ir porque pensaba que aquello eran todo mentiras, pero Alberto no la dejó marchar, la agarró fuerte por la cintura y la besó.
Sara V.